Se alejó del suburbio de bloques empujando la carretilla. Saludaba con la cabeza a algunos vecinos con los que se cruzaba y sorteó la basura que se acumulaba en el terraplen que discurría en paralelo a la vía del tren. Miró a un lado y al otro. La experiencia le indicaba que aquél era un buen sitio para descubrir viejos cables de la catenaria del tren.
Una lata de cocacola, un paquete de pañales vacío, algunas botellas de cerveza. Hurgaba en la tierra buscando cable de cobre, cuando sonó el silbato del tren. Calculó por la hora que sería la línea Telavi-Dedoplis Tsqaro. Iba con retraso. Para variar. Siguió excavando en perpendicular a la vía cada pocos metros.
De pronto, la pala tocó algo duro.
No era tan duro como una piedra, pero sí lo suficientemente duro como para ser interesante. Despejó la tierra. Al principio pensó que aquello era una tubería. No, no podía ser una tubería. Ella trabajó de enfermera durante cincuenta años en la Fábrica de Tuberías nº5 de Tiblisi, reconocía una tubería cuando la tenía delante. Aquello era algún tipo de conducto de fibra plástica. El tubo no estaba suelto. Decidió cortar una sección para ver si podía vender el material al capataz del taller Mukhran. Aquél viejo avaro revendía la chatarra a la propia compañía del ferrocarril nacional. Usando la pala como un hacha, comenzó a golpear. La vieja juró por lo bajo, ya tendría tiempo de pedirle perdón a Santa Nina Isoapóstola: aquello parecía realmente valioso, si no, no estaría tan bien protegido.
A pocas docenas de kilómetros, Artak Nakashian se sentó en un sillón de falso cuero de la sala VIP del aeropuerto Zvartnots de Ereván. Pidió como siempre un Bombay Shappire con tónica 1724. Puestos a beber de buena mañana, mejor hacerlo con estilo, se decía. Mientras cargaba el portátil se regodeó en la inocencia de las grandes potencias. Como programador de Microsoft Armenia, y consultor externo de la OTAN, había conseguido programar una clave global de acceso a todos los silos de misiles intercontinentales de la Alianza Atlántica. Aquel era un día tan bueno como otro cualquiera para llevar de nuevo a la gloria a la Rodina. Alguien tenía que hacerlo. ¿Acaso los corruptos caudillos de las exrepúblicas soviéticas habían cumplido sus promesas? Eran los mismos perros. El aparente progreso que trajo la atomización, hacía del mundo un lugar menos seguro. A Artak no le gustaban los nuevos temores. Su padre se había dejado la salud sirviendo como oficial a un gran país que ya no existía, en una guerra silenciosa en la que no hubo ni desfiles ni monumentos. Su abuelo combatió contra la bestia alemana que hoy era más próspera y respetada que su propio país. ¿Y a cambio qué recibieron? El desarraigo y una pensión de miseria.
Aquello no era justo, pensaba, mientras establecía una conexión encriptada con los silos de los Minuteman III de Dakota del Norte y Montana. Desde luego, no cometería el error de señalar como objetivos grandes capitales. Él mismo había colaborado en la redacción de los protocolos de los escudos de misiles occidentales. No. Sus objetivos serían más útiles: plantas de energía, presas, nodos de telecomunicaciones y sedes de la hacienda pública. También, sabía que debía incorporar un factor de aleatoriedad para despistar, quizás algunas capitales regionales. "Un componente fundamental de la guerra nuclear es el factor psicológico". Sonrió. Él mismo había escrito esa frase en un informe enviado al Cuartel General de la OTAN.
Todo estaba listo. Sorbió su gin-tonic y sonrió a unos chiquillos que pululaban por la sala. Pulsó ejecutar y esperó a que se resolviera la conmutación de los nodos de acceso. La pantalla mostró en cirílico: "operación realizada con éxito". Cerró la ventana y se puso a jugar al Tetris, sería cuestión de minutos que el mundo cayera en una espiral de caos y destrucción de proporciones bíblicas.
Cuando terminó su copa y constató que el nivel 23 de esas endiabladas piezas multiformes era superior a sus fuerzas, notó que la gente a su alrededor perdía el control. Comenzó a silbar el Katyusha y se acercó a un mostrador donde ya se agolpaba gente.
- ¿Qué ocurre?
- No funciona el Amadeus. En ningún sitio funciona, no sólo pasa aquí -le respondió una azafata con fuerte acento.
Sin comprobar el éxito de su operación. Artak salió de la terminal. Siguiente parada: el cementerio militar de Ereván. Derramaría vodka sobre la tumba de su padre.
Una pena que Nikola Babajanian, taxista de 28 años, no comprobara los frenos de su viejo Lada la noche anterior.
Algún chico de la calle le había robado los cables.
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1 comentario:
¿¡Pero tu te has creido lo de la vieja!?
Lo que no entiendo es lo de derramar vodka sobre la tumba del padre de Arkan. Mejor del abuelo, que habia luchado contra los nazis...
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