domingo, 25 de abril de 2010

Arrecian los achaques

En 1767, un tratadista francés, Carlos Lejeune, escribía modestamente: ''Aconsejaría a todos los que esperan vivir, sin que el delirio epidémico les haya trastornado todavía, que concentraran con exquisito cuidado las luces de su buen sentido y escribieran entonces algo raro y extraordinario: lo que, según esta sencilla meditación, estimara justo y conveniente su entendimiento. Y, sobre todo, que nadie se desanimara si ello le parecía harto evidente. En 1797 ó 1798, a lo más tardar, habrá llegado el momento de imprimir esta compilación de ideas, y surgirá como novedad lo que hoy parece vulgar y simple, y aun temo que, dado el enorme progreso de la sinrazón humana, semejante libro parezca rarísimo y extraordinario...".

Este aviso no ha perdido actualidad a lo largo de dos siglos, porque los hombres seguimos entregados al estupendo juego de enturbiar las aguas de la verdad y desenfocar los principios. Por donde precisa ir reajustando de continuo y sacándoles nuevo filo a la razón y a la norma, roídas por nuestra malicia o, simplemente, por nuestra necedad. Quizá se tomó demasiado al pie de la letra lo de la racionalidad de la especie, cuando la mayoría vive de hecho en un clima sentimental. Frente al ideal clásico de tornar racionales por participación todos nuestros actos, conforme a una rigurosa jerarquía, solemos limitarnos a teñir de razón el sentimiento y el instinto. Por ahí se iniciaron todas las decadencias.

Temo que alguien eche de menos, así planteada la cuestión, ese jadeo filosófico indispensable en todo pensador que se estime, jadeo que, por lo demás, se falsifica fácilmente con sólo ir colgando interrogantes y taladrando de puntos suspensivos ciertos postulados. Simple profesor de Filosofía (ya sé que está ahí el retruécano), renuncio a los aspavientos mentales de segunda mano y me quedo con Lejeune para bucear en las verdades que están todavía al alcance del hombre de buena fe. Huelga decir con ello que al alcance del católico.

Nuestro actual Pontífice se lamentaba no ha mucho de que la cultura moderna iba perdiendo en claridad y hondura lo que ganara en extensión, y recordaba el profundo, pero sobrio alcance del concepto. Vana sabiduría la que no señala un camino de perfección y ayuda a seguirlo. Triste luz la que de algún modo no se convierte en fuego de la voluntad. Conforme cunde el actual desconcierto reitéranse las llamadas de socorro a Roma. Sólo que el programa de Roma no puede aceptarse a beneficio de inventario, sino cabal y lealmente, en torno al único eje seguro: el de las normas que siguen siendo tales porque no fueron trazadas a la medida de ninguna ambición, ni como precipitado pragmático del relativismo, sino en la presencia de Dios y de su Providencia que preside la Historia. ¿O es que, sin contar Dios, sin reconocernos criaturas suyas con todas las consecuencias que ello trae, hay modo, acaso, de entender al hombre, ni lo que hacen los hombres en el mundo?

El pensamiento heterodoxo oscila entre la rebeldía racionalista y las nostalgias líricas del Paraíso perdido. Vaivén constante entre la ciencia y la conciencia, entre la razón pura y el cielo estrellado. Los unos, queriendo ablandarle al hombre el corazón, le reblandecieron el cerebro; los otros, mirando a fortalecerle el entendimiento, le secaron el corazón. Hasta que un día el superhombre de Nietzsche es invitado perentoriamente por Schopenhauer al suicidio, y Dilthey confiesa que frente al gran enigma del valor de nuestra existencia y de nuestros actos su siglo —léase los herejes de su siglo— no se halla más orientado que un griego de las colonias jónicas o itálicas o un árabe de los tiempos de Averroes. Y al cabo aquella antropología eufórica del "seréis como dioses" queda reducida por uno de sus geniales epígonos, Martín Heidegger, en la metafísica de la angustia, del tedio y de la nada: "el tedio va rodando y empapando las simas de nuestra existencia como una niebla silente que lo nivela todo, las cosas y los hombres y el paisaje interior...". En la lejanía evangélica resuena el eco de las palabras de Cristo por boca de San Lucas: "¡Que vuestra luz no sean tinieblas!". Lo cierto es que a la vuelta del camino tenemos ya otra vez al hombre en este valle de lágrimas, transido por la expectación de la muerte, convencido de su radical insuficiencia, presto a la desesperación —teñida quizá de falsa alegría, porque el tedio se gasta esas bromas—, o a la regeneración de quien se religa más reciamente a Dios desde el fondo de sus desilusiones temporales.

No me atrevería yo a insinuar que nuestra crisis sea más grave que las de otros tiempos. En el fondo es la crisis humana que sangra por cualquier siglo que hagamos la incisión: por los helénicos, por los medievales, por los mismos clásicos. "Cosa espantosa es que al revés anda el mundo", exclama Santa Teresa en su Camino de perfección, y pienso que también lo diría el propio Santo Tomás, no obstante nuestras idealizaciones del siglo XII. Sino que, conforme el mundo envejece, le ocurre quizá lo que al hombre: que pesan más los años y arrecian los achaques. Y así nosotros sentimos agolparse en nuestro ser y en nuestro momento toda la problemática vital. Como acontece, insisto, en la vida de cada uno: que por cualquier herida parece afluir toda la sangre del torrente circulatorio y escapársenos el alma, que en cualquier malecillo llama con sus latidos de urgencia el corazón.

Lo temíamos, pero, aun a los más miopes, nunca se nos había manifestado tan patente la fragilidad de eso que denominamos cultura y política. Vísperas de morir lo advirtió Max Scheler: cualquier cosa puede trastornarla, hacerla añicos, porque las fuerzas inferiores son más fuertes. Por eso y por algo más que nos avisa el Evangelio, porque a fuerza de paladear nuestra sabiduría y nuestras decisiones le desvirtuamos su sabor eterno y sólo ha servido para ser arrojada y pisada de los hombres.


José Corts Grau. Sentido español de la democracia. Revista de Estudios Políticos, nº25. (1946)

3 comentarios:

Teseo dijo...

¿Pero que es esto ...??

Siendo inmensamente magnanimo (¿o era magnetico?) puedo conceder que los cristianos - tal vez y en el mejor de los casos (que como siempre es el dativo)- esten adorando a un buen tipo.

Pablo Otero dijo...

No pretendía hablar de los cristianos. Sino más bien de la crítica a la crisis (la crisis como Tema o Problema).

Hay que tener en cuenta que esto es la introducción de un ensayo del año 46.

Después el autor se pone a justificar la falta de democracia en el Movimiento Nacional como si fuera la verdadera democracia y el único sistema político válido para España.

Volviendo a lo que dices, creo que los cristianos no adoran a un buen tipo, se emplea otro verbo. La adoración la reservan para el panteón de santos.

Teseo dijo...

Vale.

El autor del ensayo era un facha.

Los cristianos emplean otro verbo regular de la primera conjugacion o acabado en -ar. El problea es que lo usaron tanto que acabaron deificando al Buen Tipo, como hacian los romanos con sus emperadores (esto es de Eslava Galan). El panteon (¿panteon?) es un quiero y no puedo de los nostalgicos de la ancestral religion politeista.

¿Te has parado a pensar en el contenido teologico de la pelicula Avatar?