miércoles, 16 de noviembre de 2011

Vamos a tener que deshacernos de algunas cositas ¿a que sí?

En medio del mar, los días en los que no se levanta el viento, el escenario es alienígena. Mires a donde mires se extiende una inmensa superficie de agua calma. Como un plato. El mar provoca en los hombres sensaciones encontradas. Desde los cantos de Homero siempre hemos tenido una relación en parte mística con el mar. Para la gente del interior, el mar ha provocado miedo. Para la gente de costa, el mar suele ser un alivio, una mirada clara al horizonte que llama a la esperanza del nuevo día. Es allá, en el punto de fuga donde se esconde el sol o de donde salen fulgurantes rayos, heraldos del amanecer, donde ponemos seguridad y certidumbre.

Me llama la atención que diferentes personas que han vivido a la orilla del mar en sitios totalmente distintos, alberguen los mismos sentimientos acerca del mar. Cuando estamos en el interior, buscamos en el horizonte las señales del mañana. No las encontramos y nos ahogamos asfixiados. Supongo que es una reacción análoga a lo que le pasa a la gente de interior cuando se ve rodeada de agua. Tenemos el miedo a lo que no conocemos marcado en nuestros genes como mecanismo de defensa.

Es muy extraño que un mar calmo provoque serenidad y paz. Porque se trata de la misma agua que levantada por el viento destroza enormes barcos y se cobra innumerables vidas. El mar nos empequeñece y nos da un aviso: somos mortales. Da igual en qué sostengas tu vida, cuando seas pasto de los gusanos, seguirá estando ahí. Probablemente otra persona volverá a mirar al mar con tus mismos ojos y vuelta a empezar.

Una situación particular del mar en calma, es la que se produce en el ojo de un ciclón. Hay ciclones tan grandes, que las paredes del ojo se pierden en el horizonte, se confunden con el color del cielo. De noche, ni sabrías que estás metido en un buen lío.

Hace un siglo toparse con un ciclón era asegurar prácticamente el naufragio. Hoy tenemos un montón de ayudas tecnológicas, desde satélites hasta boyas meteorológicas repartidas por todos los océanos del mundo. Pero aún así, cuando el mar viene a reclamar su impuesto de lágrimas, sólo nos queda encomendarnos al Altísimo, y confiar en la pericia de los astilleros y el capitán.

Hoy estamos en el ojo del ciclón, no hay capitán, y los astilleros han ahorrado costes en los putos pernos. Al menos nos queda Dios. Claro que a Dios últimamente no Le tenemos muy contento. Abrimos una tienda de souvenirs en Su Templo, hicimos portada del Time al becerro de oro y sacralizamos cualquier estupidez para hacernos olvidar el miedo. Pero el miedo sigue ahí y el mar nos lo recuerda.

-¡Pero este barco no puede hundirse!
-Está hecho de hierro, señor. Le aseguro que puede y lo hará. Es una certeza matemática.

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1 comentario:

Elentir dijo...

Muy bella entrada, y muy acertada analogía. Yo soy uno de esos que se sienten ahogados cuando van al interior y miran al horizonte y no ven el mar. Vivo en la costa gallega y durante años he soportado las inclemencias del tiempo, ciclones, temporales, de todo, pero sería incapaz de vivir sin él. He ido a curar las heridas del mar con mis propias manos, recogiendo chapapote en Corrubedo y Carnota hace casi una década. Lo veo a diario, y busco en él la calma que me falta algunos días (una ironía, buscarlo en una superficie que personifica la inconstancia y la violencia en la naturaleza).

La situación de España, ciertamente, se parece mucho a un mar, sí. Tememos lo que nos depara pero la añoramos. Lástima de capitán el que nos ha tocado estos últimos años...