martes, 20 de noviembre de 2007

Poseer el mañana

Una vez escuché que el mayor mal de este mundo es que la gente no hace nada por los demás. Que existen unas diferencias irreconciliables entre las personas. Que nuestras diferencias culturales, religiosas o económicas son muros insalvables. El miedo a lo que haya al otro lado de ese muro es lo que nos impide vivir realmente libres y en paz en este pequeño mundo. Estos muros son creados por el miedo, sí, pero no es el miedo que lleva al odio el mayor mal de nuestro tiempo. El odio a veces es bueno, el odio hacia las injusticias nos hace ser valientes, nos hace ser poetas, nos hace movernos para cambiar las cosas. El mayor mal de nuestro mundo no es el odio ni el miedo. Es la indiferencia.

La indiferencia no es una respuesta ante los problemas. La indiferencia no nos sirve en la ecuación de la vida como un resultado. La indiferencia es nuestro mayor enemigo, no las personas diferentes. El prisionero político que anhela volver a ver a su familia, las aldeas que no tienen acceso a atención sanitaria, los refugiados que se quedaron sin hogar... si no respondemos a sus llamadas de auxilio, a sus súplicas, muchas veces silenciadas o tapadas no ya por oscuros intereses, sino por nuestra indiferencia. Si no les tendemos la mano para ofrecerles una luz de esperanza que pueda iluminar sus horas más oscuras. Si les relegamos al olvido, si actuamos con indiferencia, lo que haremos es no sólo negar su humanidad, sino la nuestra propia.

La indiferencia se convierte en un castigo entonces para nuestra propia condición humana.

Pero el panorama no es tan oscuro, hay gente, cada vez más, que lucha de forma desinteresada por cambiar las cosas. Alejados de la propaganda de las oscuras ONGs de salón, miles de cooperantes, de misioneros y de soldados cumplen con tareas tan prosaicas como construir pozos de agua potable, enseñar a leer o establecer la paz entre partes en conflicto. Son las acciones individuales de esos miles de anónimos justicieros quienes están cambiando el mundo. Yo les alabo por ello. No son indiferentes.

El pasado siglo que ha forjado el mundo que nos rodea ha visto la derrota de la indiferencia: la derrota del fascismo, el colapso del comunismo, la desaparición del apartheid, el tratado de paz entre Egipto e Israel, los acuerdos de paz de Irlanda del Norte, la intervención de la OTAN en Kosovo, la intervención de la Coalición en Irak y Afganistán,... Acciones para acabar con la injusticia, con la tiranía, para que la gente pudiera volver a sus hogares, para darles la oportunidad de volver a empezar. Vivimos una época en la que ya no permanecemos en silencio, en estos tiempos la ignominia, la infamia y la injusticia tienen una respuesta. Ahora intervenimos.

La incomparablemente superior capacidad de proyección militar de los aliados sobre cualquier elemento hostil en cualquier parte del mundo hace que ahora miremos a nuevos retos a nuevas formas de la injusticia. Si podemos impedir que los niños mueran en conflictos bélicos o bajo dictaduras sanguinarias, ¿por qué no impedir que mueran de hambre, de sed, de frío...? Miles, millones de ellos pueden ser salvados.

Creo firmemente en la posibilidad de hacer que esos niños olvidados por la indiferencia, puedan poseer el mañana.

1 comentario:

Gaspar Duarte dijo...

¿A través de programas de desarrollo, quieres decir?

Muy bonito, demasiado quizá... O es posible que lo parezca porque se queda en el sentimentalismo superfluo. Pero, ¡ay! perdóname. Tengo una mentilidad científico-económica demasiado arraigada :)